En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos predicaban experiencias parejas en son de amenaza o para sosegarnos: «Este jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo». Sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En términos breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a la chimenea, ante hijos y nietos. ¿Pero dónde ha quedado todo eso? ¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Quién intentará habérselas con la juventud apoyándose en la experiencia?
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